La tortuosa construcción del puente más largo del mundo sobre el mar

Se miren por donde se miren, las cifras del viaducto sobre el mar más largo del mundo que unirá por carretera la ciudad de Hong Kong con Macao y Zhuhai, en el sur de China, no dejan a nadie indiferente: 55 kilómetros de longitud a base de puentes, túneles submarinos y una isla artificial erigida en mitad de las aguas; 400.000 toneladas de acero utilizadas en su construcción, 60 veces la cantidad que se necesitó para levantar la torre Eiffel de París; y más de 16.000 millones de euros de presupuesto convierten a esta monumental obra de la ingeniería civil en uno de los proyectos más complejos jamás ejecutados por la mano del hombre.
Este macroproyecto, cuya idea ya aparece esbozada en algunos documentos de los años ochenta, nació auspiciado por las autoridades locales y de Pekín con el objetivo de unir las dos orillas del delta del río de la Perla y de dar un empujón a la economía de una zona de vital importancia para el país. Allí, además de las excolonias de Macao y Hong Kong (portuguesa y británica, respectivamente), se encuentran otras grandes ciudades como Shenzhen —el Silicon Valley chino— y Cantón, en una región que aporta el 9,1% del PIB nacional, gestiona el 26% de sus exportaciones y suma una población de más de 60 millones de habitantes, similar a la de países como Reino Unido o Francia.

Sin embargo, la grandiosidad de sus cifras y ambiciones corre pareja a la multitud de dificultades y problemas que ha registrado desde que comenzó su construcción en 2009, empañada por incontables retrasos, problemas técnicos y medioambientales, accidentes laborales, sobrecostes y hasta un caso de corrupción. Ahora, con las obras a punto de concluir y planes para inaugurar —dos años después de lo planeado— en algún momento de 2018, muchos se siguen preguntando si este puente supone de verdad un camino hacia nuevas oportunidades o es más bien una vía muerta que no conduce a ninguna parte.

"A efectos prácticos, no tiene apenas utilidad", aseguró a este medio el líder de la revolución de los paraguas de 2014 y exparlamentario Nathan Law, muy crítico con esta obra. "Sobre todo, es un proyecto político que busca la integración de Hong Kong en la China continental, algo que debilitará nuestra singularidad y habilidad para desarrollarnos independientemente", añadió.
Además de cuestionar el que las enormes sumas de dinero necesarias para el puente no se hayan invertido en salud, educación o vivienda —uno de los mayores problemas en una urbe con el precio del suelo más caro del mundo—, muchos como él se muestran preocupados por esa pérdida de identidad que, creen, conlleva el cada vez mayor estrechamiento de lazos con el resto de China, un país bajo cuya soberanía regresó la excolonia hace ahora 20 años bajo el principio de "un país dos sistemas".
"Puedes observar una especie de red que trata de desdibujar la frontera entre ambos territorios", aseguró hace poco el también legislador, Kwok Ka-ki, a Reuters. "En los próximos 10 o 15 años, cuando se completen toda estas infraestructuras, Hong Kong será solo una parte más de China porque no se podrá apreciar una frontera clara", señaló en referencia a otros polémicos proyectos multimillonarios que se están ejecutando, como la línea de tren de alta velocidad que unirá la ciudad con Cantón en menos de una hora.
A estos temores se le han ido sumando escándalos como el hackeo que padeció una de las firmas de ingeniería participantes o la detención en verano de 21 empleados de una subcontrata acusados de haber falsificado las pruebas de resistencia del hormigón utilizado en la edificación del puente a cambio de sobornos, algo que las autoridades ya habían descubierto hacía un año.